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EL PAÍS. Antonio Sitges-Serra|Tomás Jiménez Araya. 26 ene 2021
A veces se oye, se lee, se discute sobre el carácter divisorio del federalismo. Se le
atribuyen consecuencias adversas para la convivencia entre regiones y autonomías, se le
considera injusto pues consagra desigualdades entre la ciudadanía. Algunas de estas
voces son claramente interesadas, las sostienen partidarios de una idea de unidad de la
patria obsoleta. Pero creemos que, en su mayoría, estas opiniones están desinformadas,
y no debemos imputar a convicciones ideológicas lo que es falta de conocimiento o
simple desinterés. Desde estas líneas deseamos reconducir algunas de las falsas ideas,
especialmente aquellas que lo asocian con vicios políticos de otra época como las taifas,
el feudalismo o el cantonalismo. A primera vista puede resultar chocante para el lector
que los federalistas hablemos de un proyecto en común para España. ¿Por qué?
Quizás porque los partidarios del federalismo no hemos sabido explicar que nuestra
propuesta no es disgregadora, al contrario, en la esencia del federalismo encontramos
otra forma de entender la unidad respetando las diferencias, eso sí, pero unidad al fin y
al cabo. A menudo la única voz que se escucha en los ambientes federalistas es la que
pone énfasis en la diversidad y en las identidades. No es que no deba ser así, puesto que
de conjugar y asumir diferencias se trata, pero no podremos conseguir esa deseable
nueva unidad si no llegamos a un consenso en torno a un proyecto común ilusionante,
una segunda Transición en clave federal.
El federalismo, si llega, será por la convicción compartida entre las fuerzas políticas de
que tenemos una asignatura pendiente: la de organizar mejor el Estado para ganar en
estabilidad, eficiencia, coordinación y convivencia. Las autonomías consagraron las
naciones históricas, dotándolas de autogobierno, uso libre de las lenguas y
corresponsabilidad fiscal, y otorgaron a otras regiones de España la capacidad para
organizar sus comunidades y hacer frente a las particularidades de sus ciudadanos, de su
historia y de su geografía. Esta es la base del federalismo. Pero ¿qué nos sobra y qué
nos falta?
La división del Estado en 17 autonomías facilitó el nacimiento de élites locales que, por
lo general, han puesto mayor énfasis en la defensa de sus prerrogativas que en
coordinarse y colaborar con el resto de Gobiernos autónomos. Es indudable que el
autogobierno ha conllevado una mejora de las condiciones locales de vida y que la gran
mayoría de españoles cree que el régimen del 78 supuso un gran progreso no solo en
cuanto al advenimiento de la democracia se refiere, sino a la mayor autonomía de las
periferias para crecer y desarrollarse. No debemos infravalorar estos logros, tenemos
que estar orgullosos de haber consumado una Transición que se enfrentaba a serias
dificultades. Pero los federalistas creemos que, paralelamente, se ha producido una
división creciente entre muchas de ellas y ha menguado la necesaria lealtad y
cooperación institucional imprescindibles para la estabilidad política y la calidad
democrática. Muy especialmente, el progreso del separatismo y del nacional-populismo
y la creciente polarización ponen en riesgo la convivencia entre españoles y ha
provocado reacciones de ultraderecha que siguen reclamando la unidad de la patria
basada en la uniformidad, el centralismo económico y la restricción de las libertades,
una idea de unidad que tuvo un pasado pero que no tiene ningún futuro.
El federalismo, en la medida en que propone otro significado de unidad, podría tener
una oportunidad en el credo de los partidos liberales y conservadores moderados pues
recupera la necesidad de construir un futuro en el que la gobernanza local se acople con
la estatal de forma más natural, en el que las competencias del Estado y de las
autonomías queden mejor perfiladas, donde funcione sin trabas el principio de
subsidiariedad. No es solo un wishful thinking. En su momento, tanto Albert Rivera
como el mismísimo García-Margallo opinaron favorablemente sobre la posibilidad de
una reforma constitucional en clave federal. Un artículo de M. Cruz y J. A. Zarzalejos,
publicado en 2019, ya llamaba a la convergencia de todos los pueblos de España hacia
un nuevo marco institucional y moral.
La pandemia actual ha puesto en evidencia la necesidad de crear un ambiente de mayor
confianza y lealtad entre gobernantes y de diseñar instituciones que respondan más
eficaz y coordinadamente a los grandes retos estratégicos a los que se enfrentan los
Estados modernos, como el terrorismo, el cambio climático, la deuda o la plaga que
estamos viviendo, que requieren una gobernanza más democrática y multilateral de la
globalización. Los partidos políticos han de escuchar a una ciudadanía cansada de los
rifirrafes parlamentarios que parecen tener una agenda propia indiferente a los
problemas del día a día: la sanidad, la movilidad, la desigualdad, el deterioro de la
enseñanza, el paro juvenil y tantos otros. Al final, la única justificación del poder es el
servicio y la construcción de una convivencia amable y justa, no el ensimismamiento y
la crispación. El horizonte federal de un proyecto en común, que comienza en España y
continúa en Europa, ofrece incentivos para despertar la ilusión ciudadana que comporta
la cooperación frente a la fragmentación y la exclusión.