Salud mental y precariedad laboral, Joan Benach

En 1888, el periódico inglés The Times escribió que “el problema fundamental de la sociedad moderna” era el desempleo. Pocos años más tarde, a finales del siglo XIX, la Cámara de los Comunes británica puso en marcha un Comité para analizar la “angustia por falta de empleo”. Fue la primera vez que una investigación oficial trataba de describir, explicar y hacer propuestas para actuar ante un fenómeno social con enormes repercusiones en la vida y salud de gran parte de la población. Junto al desempleo, hoy en día la precariedad laboral y la salud mental se han convertido en dos temas cruciales.
El informe “Precariedad laboral y salud mental. Conocimientos y políticas” o Informe PRESME es el primer estudio global promovido por el gobierno de un país sobre la precariedad laboral y la salud mental. Este informe, presentado en forma de resumen y próximamente publicado en su versión completa en forma de libro, constituye un intento por sintetizar el mejor conocimiento disponible y la información científica más rigurosa para tratar de comprender integralmente y desde múltiples ángulos cómo, en quién y por qué la precariedad laboral y la desigualdad afectan a la salud mental, y qué debemos hacer para remediar una situación que es alarmante.
Hacer buenas preguntas es fundamental en investigación, en política y en la vida en general. El poeta estadounidense Archibald MacLeish apuntó hace más de un siglo una frase intrigante: “Hemos aprendido las respuestas, todas las respuestas: lo que no sabemos es la pregunta.” En este informe no hemos planteado las más de 1.500 preguntas que apuntó el escritor noruego Jostein Gaarder al escribir “El mundo de Sofía” sobre la historia de la filosofía occidental, sino que nos hemos quedado en 47, que no son pocas. Preguntas como: ¿Qué es la precariedad laboral?; ¿sabemos medirla?; ¿cómo afecta a la salud mental?; ¿cuáles son sus causas? ¿por qué necesitamos mejorar el sistema de información e investigación?; ¿cuáles son las principales medidas legislativas para desprecarizar el mercado laboral?; ¿por qué necesitamos un modelo laboral saludable, sostenible y democrático?
La precariedad laboral es un fenómeno poliédrico, muy complejo, determinado por múltiples factores. En el trabajo, hallamos factores psicosociales como los elevados ritmos de trabajo, la permanente disponibilidad de las personas que trabajan, o la ausencia de participación. En el empleo, tenemos las malas condiciones contractuales. Pero la precariedad es un fenómeno multidimensional donde, además de la estabilidad y la seguridad hallamos la vulnerabilidad o indefensión, el tener menos protección y derechos laborales, tener un escaso de poder de negociación, o tener un salario escaso. Recordemos como, a finales de agosto de 2005, una joven envió una carta al director de El País titulada “Yo soy mileurista”, en la que decía que el mileurista no ahorra, no tiene casa, no tiene coche, no tiene hijos, vive al día. Por fortuna, actualmente el salario mínimo interprofesional (SMI) ha sobrepasado los 1.000 euros, beneficiando a más de dos millones de personas, pero aún es la aspiración de muchos ni-mileuristas.
España tiene una alta prevalencia de problemas de salud mental, un fenómeno muy medicalizado. Somos uno de los países del mundo que consume más tranquilizantes y antidepresivos. El malestar, el sufrimiento psíquico o la medicalización permanente para aguantar la jornada laboral son hoy una respuesta normalizada donde buena parte de la población se siente culpable de su sufrimiento sin ser plenamente consciente de las causas estructurales de la precariedad. Sin embargo, el sufrimiento psíquico de muchas personas no es un fenómeno individual sino colectivo, y, por lo tanto, su solución debe ser social y política. El informe señala que la precariedad laboral es un determinante social de la salud nocivo que genera ansiedad y depresión, que aumenta el consumo de medicamentos, alcohol y drogas y el riesgo de suicidio, entre otros problemas de salud mental. De ese modo, el “mal empleo” penetra en los cuerpos y mentes de las personas trabajadoras generando daños en la salud, sufrimiento psíquico y trastornos mentales.
Si bien el Informe PRESME recoge numerosas conclusiones (57) y recomendaciones (31), aquí se abordarán solo tres ideas generales. La primera es que la precariedad laboral está ampliamente extendida, afecta seriamente la salud mental y lo hace en forma desigual. Tener precariedad puede significar tener un empleo intermitente, estar subempleado (con un contrato a tiempo parcial no deseado, hacer tareas que requieren un menor nivel educativo del que se tiene), trabajar en situaciones de informalidad y trabajo “sumergido” o ser un pluriempleado y, aun así, apenas llegar a fin de mes. Además de la precariedad de los asalariados, hay múltiples tipos de empleo informal, o del intenso e imprescindible trabajo reproductivo que tantas mujeres realizan en el seno familiar sin salario ni contrato. Silvia Federici ya apuntó que “la cadena de montaje empieza en la cocina, en el lavabo, en nuestros cuerpos”.
Los limitados datos disponibles muestran que en España la mitad de la población activa (casi 12 millones de personas) está en situación de precariedad laboral. Sin embargo, en la era de la inteligencia artificial y el big data, paradójicamente, los sistemas de información actuales son incapaces de monitorizar y explicar integralmente la precarización laboral y sus consecuencias. Necesitamos desarrollar y usar indicadores multidimensionales capaces de comprender integralmente la precariedad laboral y la salud mental. En el informe se señala que el impacto sobre la salud mental es más del doble entre las personas trabajadoras más precarias, y se produce en forma de gradiente: a peor situación de empleo y trabajo, peor es también la salud. La peor situación se ve entre las mujeres, inmigrantes, obreras y jóvenes, así como entre colectivos olvidados como las personas autónomas, las trabajadoras y trabajadores culturales, las personas trans o las personas con diversidad funcional. Según las estimaciones de la Comisión, con datos de 2020, del más de medio millón de personas entre la población activa que en ese año sufrieron depresión, al menos una tercera parte se hubiera podido evitar de no haber tenido un trabajo precario. Por todo ello, la Comisión recomienda medir, analizar y evaluar la precariedad laboral y los problemas de salud mental de forma integral para poder comprender y cambiar todos sus nocivos efectos.
Una segunda conclusión es la necesidad de mejorar las condiciones de protección, salud y cuidados de la población trabajadora. Enunciemos tan sólo algunas recomendaciones. Es necesario mejorar notablemente el sistema de salud laboral y desmercantilizar, desmedicalizar y desprecarizar el sistema de sanidad pública; desarrollar un servicio público de salud mental universal, equitativo, gratuito, humano y de calidad, centrado en la atención primaria y los determinantes sociales de la salud; y desarrollar el estado del bienestar, aumentar el gasto e ingresos públicos y los derechos laborales y sociales garantizando plenamente el acceso a la protección social y desarrollando un sistema público de cuidados.
Y tercera conclusión, el abordaje de la precariedad laboral y sus efectos en la salud mental requiere poner en práctica otras medidas legales, laborales y económicas a múltiples niveles: impulsar un modelo de regulación de las relaciones laborales a partir de un nuevo Estatuto de las personas trabajadoras para el siglo XXI; abrir el debate sobre nuevas formas de organización de las empresas y el trabajo; reforzar los derechos colectivos y avanzar en la democratización del trabajo; e impulsar debates sociales en torno al reparto del trabajo, el trabajo garantizado, la renta básica universal y la desprecarización laboral en el seno de la crisis ecológica. Debemos realizar una profunda y urgente transición ecosocial que haga compatible la desprecarización del trabajo con formas de vida y consumo que hagan posible la vida en el planeta. Como ha señalado el político francés, Florent Marcellesi, se trata de no tener que escoger entre evitar el fin del mundo y llegar a fin de mes.
Con la COVID-19 se habló mucho, en forma retórica las más de las veces, de la importancia de los/as “trabajadores/as esenciales” (enfermeras, cajeras, médicos, educadoras, camareros, transportistas, limpiadoras, trabajadores de la fábrica, cuidadoras de niños o ancianos, trabajadoras de servicios sociales, periodistas y tantos otros), trabajos que a menudo realiza la clase trabajadora o una clase media proletarizada, con una sobrerrepresentación de mujeres y migrantes. Trabajos imprescindibles, pero poco valorados, mal pagados e invisibilizados, que siguen siendo esenciales pero que siguen estando precarizados. Evitar la precariedad, dar seguridad a todas las personas y preservar su salud, a la par que pacificar las relaciones con el medio ambiente, debe ser el imperativo ético de todo buen gobierno. El deseo de las decenas de personas que hemos colaborado en el informe PRESME es contribuir a mejorar el trabajo, la salud y la calidad vida de tantos millones de personas, muchas de las cuales sufren en silencio o incluso de forma culpable problemas que pueden (y deben) ser evitados. Ahora que hemos celebrado el día de la mujer trabajadora, vale la pena recordar el lema de las sufragistas a principios del siglo XX cuando decían que las trabajadoras querían el pan, pero también las rosas. Eso quiere decir que no se trata de trabajar para simplemente poder existir, sino de conseguir que todas las personas tengan el derecho a trabajar y vivir dignamente en un entorno habitable y con una buena salud. Como diría la periodista filipina, Maria Ressa, la pregunta -una pregunta más- es: ¿qué estamos dispuestos a hacer, a sacrificar, para lograrlo?
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Publicado en el diario.es el 6 de abril de 2023 

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