Juan Bordera. Ctxt, noviembre 2021
La vigésimosexta edición de la COP ha concluido. Durante casi dos semanas ha tenido lugar un evento para la historia, un tsunami en el que es fácil perderse, ahogarse y dejarse ir. Multitud de informes, artículos de prensa, datos de futuros escenarios que se contradicen unos a otros y acuerdos in extremis que parecen destinados a ser, sobre todo, simples maquillajes –color verde que destiñe– de un fracaso mayúsculo. De un teatro cargado de negocionismo. Y a la vez, con algunas notas para la esperanza. Activa y desobediente. La esperanza que pretenda esperar un milagro será más bien procrastinación. Justo lo que le ha sobrado a esta COP que tiene, como mínimo, dos almas.
He tenido la suerte de poder vivir desde dentro –un pie acreditado, en la zona azul del networking y los canapés– y desde fuera –el otro pie en las marchas, acciones disruptivas y contracumbres de los pueblos– el discurrir de la parte más burocrática y pomposa de la Cumbre del Clima de Glasgow, y también la de la organización de las acciones para desestabilizar la normalidad que nos lleva al precipicio, y levantar la voz por parte de los movimientos climáticos más atrevidos. A la vista de los resultados, he de decir que estos últimos son los que más han cumplido con su cometido. A no ser que pensemos que el trabajo de los primeros era precisamente retrasar la toma de decisiones imprescindibles. En cuyo caso, habrían tenido mucho más éxito.
El dato más revelador de esta cumbre: si la delegación de los cabilderos y lobistas de los combustibles fósiles fuese un país, sería el equipo negociador más grande
La primera semana parecía discurrir como diseñada por una campaña de relaciones públicas –probablemente no solo lo parecía. Las noticias que se fueron lanzando a las agencias y desde las cuentas personales de los altos cargos pretendían transmitir la sensación de que quedar por debajo de dos grados centígrados estaba aún al alcance. Que el Acuerdo de París seguía vivo y que la cumbre estaba siendo un éxito. India, Rusia, China y otros países se adherían a compromisos “emisiones netas cero” (volveremos luego a este peligroso mantra) y más de un centenar de países a reducir las emisiones de metano al menos un 30% para 2030. También tuvo lugar en los primeros días un esperanzador acuerdo firmado por 137 países para acabar con la deforestación. Casi todos los medios se lanzaron a compartir entonces titulares sobre un estudio de la Universidad de Melbourne (casualmente Australia otra vez) que llegaba justo a tiempo para la fiesta y que, para la tranquilidad de las audiencias, reafirmaba la posibilidad de permanecer por debajo de los famosos y temibles dos grados.
Y llegó el día 6 de noviembre que, como si de una perfecta bisagra se tratase, iba a partir la COP26 en dos. Mientras una marcha de entre 100.000 y 200.000 personas recorría la ciudad, una veintena de científicos y científicas de alto nivel, algunos con doctorados y publicaciones, se ponían sus batas y se encadenaban en el puente de George V, cortando durante horas una de las arterias del centro de Glasgow. Los responsables de esta acción y de otras tantas –algunas de las más disruptivas durante la COP como encolarse a la sede de Scottish Power, la filial de Iberdrola–, son el colectivo Scientist Rebellion, quienes filtraron a este periodista el contenido del informe del grupo III del IPCC que CTXT publicó en exclusiva. Me siento muy honrado de conocer a estas personas, y me parecen el ejemplo más esperanzador de lo que he visto en Glasgow. Gente de diversos puntos del planeta, que se sabe privilegiada, y que precisamente por ello, ante la urgencia de la situación y la pasividad del poder, da un paso más allá. No creo que haya otro camino.
Aun teniendo en cuenta los acuerdos de la COP26 la temperatura subiría para fin de siglo entre 2,4 y 2,7 º C
Esto que sigue es simplemente una teoría, pero así como aquel estudio australiano llegó en el momento apropiado, una vez se demostró que ni la pandemia, ni los altos precios de una ciudad como Glasgow, ni la burocracia iban a poder frenar el resurgir del movimiento climático que se ha vivido en la COP26 –con más de 150 actos en la Cumbre de los Pueblos y otras tantas acciones disruptivas y marchas espontáneas– las campañas de información más atrevidas tuvieron lugar. Buscando presionar la recta final de las negociaciones. Justo el día después de la gran marcha, el 7 de noviembre, como legitimada por ella, The Washington Post publicaba una de esas investigaciones corales que necesitan semanas de trabajo: las emisiones contabilizadas por los países –y por tanto sus compromisos y acuerdos– no están contando una buena parte de las mismas. Esta investigación, que tiene toda la pinta de confirmarse con el tiempo, añadiría una cantidad de emisiones que estaría entre las de Estados Unidos y China, los dos grandes emisores.
España ha hecho poco ruido, quizá temerosa de un invierno que se antoja complejo con la crisis energética y de suministros
En los últimos días hemos sabido también del enfrentamiento entre Alemania y Francia por el conflicto con la energía nuclear y el gas. La Francia nuclear de Macron querría que una energía de la que tanto depende su país fuera clasificada como verde. Alemania se niega de forma rotunda. Ya hizo ese paso lógico y se preparó para abandonar una energía que es una bomba para las siguientes generaciones, que además de sufrir una escasez energética tendrán que gestionar los residuos nucleares de la época de la Gran Fiesta. Por eso, Alemania pide que esa distinción se le otorgue al gas, el combustible de la transición, dicen. Entre todo ese ruido de sables y negociaciones, España ha hecho poco ruido, quizá temerosa de un invierno que se antoja complejo con la crisis energética y de suministros. No tenía pabellón propio, no ha querido entrar en la alianza de Dinamarca y Costa Rica para acabar con la extracción de gas y petróleo y tampoco ha firmado el acuerdo para poner fin a los coches contaminantes en 2035.
En los pabellones de la procrastinación y el cinismo, durante estos días, se ha debatido mucho también sobre mercados de carbono –no sirven mucho, como especifican maravillosamente aquí Alfons Pérez y Nicola Sherer– y sobre el concepto clave de esta cumbre y parece ser que de los próximos años: emisiones netas cero. Eufemismo que cabría mejor reformular y traducir: reducciones de emisiones las mínimas. A través de mecanismos de compensación como los mercados de compraventa de emisiones, la necesaria plantación de árboles o las cuestionabilísimas tecnologías de secuestro y captura de carbono, los gobiernos pretenden enterrar el problema, y fiarlo todo a que más adelante un deus ex machina tecnológico permitirá hacer factible eso de las emisiones netas cero, que, a día de hoy, y viendo la gravedad de la crisis energética actual –al principio de la imprescindible transición que milagrosamente ha de ocurrir a la vez en todo el mundo–, es como creer en unicornios voladores de colores. Simplemente es la manera de seguir con la inercia sin grandes disrupciones, sin cuestionar el modelo. Pero si queremos un cambio, el sistema actual ha de morir. Y la COP de Glasgow, esperemos, por la cuenta que nos trae, ojalá haya sido el último estertor ostentoso de un capitalismo –cuidado con las mutaciones– que cada vez es más evidente que está incapacitado para solucionar el problema que ha creado.
Buena prueba de ello es el segundo borrador del texto de decisión de la COP26, el documento final ha empeorado un primer borrador que ya era poco ambicioso y muy servil con los Estados más poderosos. No se arregla ni siquiera el tema de la financiación a los países en desarrollo, que lleva pendiente desde el acuerdo de 2009. Para que nos hagamos a la idea de para qué sirven muchos de estos acuerdos.
La declaración que mejor ha resumido la cumbre y la urgencia de actuar la hizo Luis Arce, presidente legítimo de Bolivia: “La solución a la crisis climática no se logrará con más ‘capitalismo verde’, o más mercados globales de carbono. La solución es un cambio de civilización, para avanzar hacia un modelo alternativo al capitalismo”.
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